jueves, 4 de septiembre de 2014

Quien tiene una madre, tiene un tesoro

Una madre es un tesoro que descubrimos cuando somos adultos. De adolescentes no apreciamos el esfuerzo que han hecho para criarnos, las malas noches que pasaron cuando éramos bebés y llorábamos compulsivamente o el mimo con que nos cuidaban si enfermábamos aunque fuese de un simple resfriado. No éramos conscientes de los disgustos que les dimos cuando llegábamos tarde en nuestras primeras salidas nocturnas o si aquella copa de más nos había sentado mal. Sólo el paso del tiempo nos enseña a valorarlas. Las madres, y obviaré las excepciones, viven para sus hijos, de hecho, si alguno muere, no vuelven a levantar cabeza. Es posible que vuelvan a sonreír, a salir de fiesta, o a ir de vacaciones, pero la pena profunda de la muerte de ese ser tan querido  es irrecuperable. Una madre prefiere morirse ella a ver morir a un hijo. Ese tipo de vínculo  es el único amor incondicional hacia otra persona, las demás mujeres, siempre queremos algo de los hombres.

Una madre ama sin condiciones y perdona sin rencor a sus hijos. Conoce la personalidad de cada uno de ellos, la forma de actuar o cuándo está triste sin necesidad de hablar. Esa capacidad “adivinatoria” de una madre es, a veces, insoportable  porque suelen tener razón casi siempre. Tienen un sexto sentido para esas cosas. No tengo ni idea de dónde lo sacan pero saben perfectamente cuándo nos vamos a equivocar en una relación, si estamos enamoradas o solamente es una ilusión, y lo más sorprendente, saben cuándo sufrimos, aunque intentemos ocultarlo.
Las madres son así, una especie de extraterrestres con poderes, inmunes al agotamiento cuando su prole los necesita, aunque su prole ya tenga más años que Carracuca. Son inagotables a la hora de esforzarse por la familia, además, con su incorporación en el mercado laboral, son capaces de organizar la casa, cuidar de los niños, trabajar, llevar una relación con la pareja y todo eso, con o sin ayuda del marido. Afortunadamente, en estas últimas décadas, el hombre ha cambiado su actitud y las labores domésticas se comparten, pero no nos engañemos, en estos momentos, el peso de la organización del hogar sigue recayendo en la mujer que se ha convertido en casi en una “superwoman”, arañando minutos al día para poder llegar a realizar todas las tareas pendientes.
Los alcaldes deberían poner en cada pueblo una estatua honrando la figura de la madre como persona valiente, al fin y al cabo, el mayor acto de valentía de una mujer es parir un hijo y criarlo.
No puedo terminar este escrito sin ensalzar el papel de las abuelas. Muchas de ellas están ayudando en la crianza de sus nietos por la falta de  conciliación laboral de los padres.  A ver si los hijos, tan egoístas como somos, estamos a la altura cuando ellas nos necesiten, porque da la sensación de estar usándolas hasta agotarlas y cuando ya no nos sirven las acomodamos en eso que ahora denominamos “residencias para mayores”. No tengo nada en contra de estas instituciones, es más, muchas de ellas están perfectamente preparadas para cubrir las necesidades de los ancianos de una manera muy digna. Es tan sólo una reflexión, un pensamiento en alto sin ánimo de criticar a quienes prefieran decidir ese futuro para sus padres. Estoy retratando la realidad social actual sin juzgar a nadie. Por lo demás, las consecuencias de nuestras acciones recaerán sobre nuestras conciencias y cada persona tenemos una a quien rendir cuentas cuando llegue el momento. Somos libres para decidir nuestros actos y las circunstancias de cada familia son diferentes. Sin ahondar más en este tema tan delicado, me viene a la mente un viejo refrán: “cada palo que aguante su vela”-dice-. Pues eso.

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